Las noches se iban haciendo más y más largas cada vez, el viento frío de las montañas bajaba cargado de humedad y promesas de un invierno aciago, las gentes de usûlun se arracimaban alrededor de las chimeneas y buscaban la protección del fuego. Era en noches como estas en la que la luna y las estrellas estaban ocultas bajo un manto de nubes en las que se podía pensar en que la oscuridad estaba plagada de monstruos que no sólo pertenecían al mundo de la vigilia sino que realmente poblaban las tierras y sembrados alrededor del valle del Ringló.
Unos pocos estaban alerta como cada noche, embozados en las capas y cubiertos con pieles, los soldados de la guardia y los montaraces esperaban impacientes el cambio de turno que llegaría al amanecer mientras se consolaban y maldecían su suerte en una noche tan fría alrededor de las hogueras en el puesto de guardia. Primero los alertaron las luces lejanas que parecían titilar como las estrellas, luego el sonido de las carretas lejano y el piafar de los animales, los candiles y finalmente, el ruido de una caravana.
Los guardias se desembarazaron del tedio que los invadía y permanecieron alerta, uno de ellos, un veterano del Tirthon llamado Amabar, se adelantó en la noche y alzando el candil pidió el santo y seña. La caravana que se había detenido la formaban varias decenas de carretas de todas las formas y tamaños, pintadas de colores ahora desvaídos pero vivos en su origen. La primera carreta de la caravana vibró arriba y abajo como si un gigante la hubiera convertido en su juguete, una sombra se vislumbró tras ella, un hombre o tal vez un monstruo, de casi dos metros y medio con brazos como troncos, cubierto con una capa y un sobretodo bajó y se acercó al primer soldado y se descubrió, un rostro afable enmarcado en unos ojos profundos y hundidos y una mandíbula ancha y prominente parecía translucir una sonrisa, con una voz ronca y profunda dijo:
– “Solicitamos refugio, buen soldado. Somos una humilde troupe de artistas y viajeros y nos gustaría instalar nuestras tiendas y carpa en las afueras de vuestro pueblo”
El soldado se retiró alertado por el tamaño del hombre, susurró unas órdenes al montaraz y este partió raudo hacia el pueblo. En mitad de esta noche tan fría, llamaron a la puerta del cuartel, el sargento Lassar, de guardia esa noche, respondió y maldiciendo por lo bajo se preparó y salió al exterior.
Aquella misma noche, Aeguen que permanecía despierto estudiando los nublados cielos y leyendo antiguos tomos de sabiduría prestados de Minas Anguen, suspiró cansado cuando llamaron a su puerta. El propio Lassar y un joven montaraz estaban plantados con rostro serio en el exterior.
– “Ya han llegado, señor, ya han llegado”