La mujer meditaba en el frío patio del Este, un mero rectángulo de tierra pisada rodeado por un pasillo cubierto que lo comunicaba con el cuerpo del monasterio, porque así se encontraba más cerca de las nubes. Se sentía más limpia, más pura y eso era lo único a lo que aspiraba.
Respiró profundamente intentando alcanzar el segundo nivel de consciencia, aquel que necesitaba para expandir su mente, para dejarla volar libre y encontrar las respuestas que buscaba. Se fijó en los picos de las Montañas Nubladas en el horizonte, por encima del muro, las cumbres y faldas estaban nevadas y las nubes, enormes y cargadas de malos augurios, se arremolinaban amenazantes.
Ella, que llevaba en su interior una llama más ardiente que la mayor de las forjas era incapaz de trascender lo meramente evidente y buscar esa solución. Se había levantado del camastro con un olor que le recordaba tiempos oscuros y muy lejanos en su antiguo hogar, tiempos de persecuciones y de sangre, de huida y de traición y ese recuerdo lo había perseguido mientras la luz bañaba el que ahora llamaba hogar.
Aquellas noches aciagas de pérdida y dolor habían terminado por alcanzarla, pero ahora era mucho más fuerte, más serena, templada como una hoja de acero en un estanque de montaña. Pero aun así el significado de esos olores, de ese pesar se le escapaba, tan solo murmullos en la lejanía de la memoria, de otros días donde había sido distinta y tal vez algo más feliz. Colores de una tierra lejana, de pisadas quedas y silenciosas, de ropas de seda, de caricias, de muerte y veneno.
Esas imágenes la desasosegaron y con paso firme volvió a su celda, en el arcón a los pies de su camastro guardaba todas las pertenencias de su otra yo que apartó con cuidado como quien añora lo que antes fue. Al final oculta tras capas de ropa dormía un arma, una espada que yacía en un sueño inquieto, un dragón dormido con un ojo abierto. Al tocar la empuñadura un escalofrío la atravesó de pies a cabeza, comenzó a temblar avasallada por los recuerdos de barcos gobernados por mujeres piratas, dragones bañados de plata y niñas sonrientes.
Una mano fuerte la tocó en el hombro. El rostro pétreo de Aronë, la más excelsa de las luchadoras, era una máscara inexpresiva mientras sus ojos apuntaban al único ventanuco de la estancia. Un cuervo de alas tan negras como la noche las miraba insolente y con un graznido terrible alzó el vuelo.
De inmediato supo que había llegado la hora de saldar las viejas deudas, de volver al mundo y bañarse en la sangre de sus enemigos.