Tolwen palidecía tumbada en el pabellón en las ruinas de Tarek Nev, las últimas luces del día tocaban a su fin. El sol descendente bañaba las sedas y daba al ambiente una cualidad mágica y etérea mientras las motas de polvo bailaban a su alrededor.
El maestro Cuervo entró con las primeras estrellas y la encontró con la mirada perdida y la respiración queda, casi un suspiro. El alma se le escapaba con cada instante mientras la Espada se alejaba en los Reinos Pálidos, un fino hilo las vinculaba, un hilo delgado, pero duro que menguaba a medida que el arma se acercaba a su destino.
El Cuervo acarició su rostro. La Dama aún mantenía la belleza serena que lo había hechizado tiempo atrás, los ojos estaban fijos en algún punto más allá de la tienda buscando la fuerza para resistir, para soportar la carga.
– “Querida amiga, el corazón me dice que los usûluni han desentrañado nuestra trama,”-dijo sonriendo – “los Hombres nunca dejarán de sorprenderme”
– “Son capaces de arrojarse a los Reinos de Más Allá en pos de su alma mortal, ¿no ves una fina ironía de nuestro Destino? – susurró.
– “Tu querida Aö, la hermosa Meassë avanza imparable por los Infiernos y queda poco, muy poco, para que los Hermanos se encuentren y se desencadene nuestra esperada venganza” – sonrió el Maestro – “están soplando vientos de guerra, hermosa mía, vientos que lo cambiarán todo y que tal vez destrocen los Muros del Mundo”.
– “Derribaría el Sol y la Luna con tal de culminar lo que empezamos en un tiempo que ahora me parece en el Albor del Hombre, daría todo cuanto poseo por ver el rostro de quien te quebró y te llenó de Sombras en ese último momento cuando la Espada Negra lo rompa en dos y se trague su alma…” – decía mientras su rostro se llenaba de oscuridad – “la muerte de un inmortal”.
– “Si estuvieses conmigo me suplicarías por ellos, por los Hombres, por su sangre y sus seres amados y queridos, pero, amada mía, no son hombres de carne y hueso, son el instrumento de nuestra venganza” – calló el Cuervo.
– “Son el Filo de mi espada”